Mohamed Al-Dharbi, de 11 años, caminó ocho horas con su padre para llegar a un punto de distribución de harina en la ciudad de Gaza. Tras una agotadora espera, logró conseguir dos kilos de harina, antes de ser atacado por ladrones que le robaron todo.

Frente a la cámara de un periodista, Mohamed relató un relato desgarrador: “No tenemos harina en Gaza. Cada día, durante 24 horas, nos dicen que vienen camiones. Venimos, esperamos, y no hay nada. Comemos arena. No tenemos comida. Ten piedad de nosotros”. Señalando con las manos un pequeño trozo de pan, añadió: “Una hogaza como esta cuesta 20 shekels”. Eso son casi 5 euros por una miseria: un precio irrisorio en otros lugares, pero inalcanzable aquí, donde el hambre se ha convertido en una rutina mortal.

Luego explica qué lo impulsó a hablar: «Vi al periodista filmando y le pedí que transmitiera mi mensaje al mundo: que me habían robado, que comía arena porque no tenía harina, y que estaba tan deprimido que grité y comí arena». El llanto de Mohamed no es una simple queja. Es el de un niño hambriento, humillado y destrozado. Es el reflejo de un pueblo atrapado en un genocidio a cielo abierto, donde el hambre, el miedo y la indiferencia estrangulan lentamente a una población ya de rodillas.